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“Irónico”


No hay nada como estrenar un bonito par de tacones nuevos, entre semana, un miércoles por ejemplo, sin motivo especial, simplemente “porque yo lo valgo”… Y porque ayer fue un día tan frustrante y estresante que hoy vale la pena empezar con una nota alegre, ¡a lo grande! Además hoy, por fin, ha salido el sol y podré llevar esta chaqueta de tres-cuartos de entre temporada que justo -esto es maravilloso- combina con mis nuevos tacones y también combinará con mi bolso, cuando llegue a la oficina… Allí es donde me lo deje ayer, el bolso dichoso, con las prisas y todo el trajín que ahora no viene a cuento y no quiero recordar, porque hoy es ¡un nuevo día! Menos mal que siempre dejo las llaves y el Bonometro en algún bolsillo de la chaqueta. Sí, esa es una buena costumbre. Nunca antes me había parado a pensar en lo bueno que es esta costumbre: simplemente soy genial, ¡un aplauso para mí!

A ver, entonces: tacones, chaqueta, llaves, Bonometro, gafas de sol –por supuesto- y “vámonos, que ya es la hora”. La parada del tranvía está cerquita, a menos de diez minutos andando e incluso estrenando nuevos andares a la Catherine Deneuve. ¡Que agradable se hace este paseíto cuando el día, la vida y “Rosa, ¡hola!” te sonríen! “Qué guapa vas”, me dice. Gracias Rosa, ya me estás alegrando el día. “No, ¡qué va! Solo voy a dar unas clases...” Besito, que quiero pillar el tranvía de y :19…

… Y llego a tiempo, sin correr, con dos minutos de antelación incluso, ¡qué bien! Tengo tiempo de sobra para cancelar el Bonometro y esperar tran-qui-la-men-tu tu tu… “Tu tu tu” es el triple pitido horrible que hace la máquina de cancelar billetes cuando el título está agotado. ¡Agotado?! Agotado mi Bonometro, ¡no me lo puedo creer! No me lo puedo creer, y no llevo ni un duro y por más que lo repita: ¡no me lo puedo creer! O sea, va a resultar que me está persiguiendo el día de ayer… ¿Será posible?! Piensa, rápido. No me voy a subir al tranvía sin pagar porque soy de las de “por una vez que no pago y me viene el revisor”… Ya lo tengo. Sí, lo tengo, tengo un billete de 20€ en algún cajón, en casa, claro está. Así que: tacones, chaqueta, llaves, gafas de sol, Bonometro –agotado- de vuelta para casa, ¡pero bastante más rápido esta vez! Si me doy prisa, a lo mejor consigo pillar el siguiente tranvía, que me dejará un poco justa de tiempo, pero en fin, a correr.

Allí es cuando estoy empezando a notar como vuelve, a marcha forzada, pesada y sin embargo a toda pastilla, el agobio de ayer. Y cuando estoy empezando a verme –otra vez- como la protagonista de una película de un género aún por determinar: ¿Drama? ¿Comedia? ¿Tragicomedia? ¿Culebrón? ¿Todo un poco? Y cuando ya ni me hablo a la primera persona (ya no ‘lo valgo’, ya no ‘soy genial’, etc...) sino a la segunda persona: ¿En serio?! ¿Cómo te puede pasar esto? Etc.

Y vuelves a casa rápidamente y cuando abres la puerta, te encuentras con que tu compañera de piso se ha despertado, te asalta nada más cruzar el umbral de la casa “¡Ay, hola!...” y te persigue por el pasillo “¡Qué bien que estés aquí!!...” Llegas al escritorio, pero resulta que no está allí el dinero que buscabas… Y sigue la voz “Oye, te quería comentar una cosa…” Y tú, haciendo un esfuerzo para ordenar tus pensamientos, contestas por inercia, intentando guardar la calma: “¡AHORA, NO!”. Jurarías que habías dejado allí este billete de 20… ¿Dónde está, por Dios?! Y justo cuando crees que estás al borde de un ataque de nervios, te percatas de lo que está diciendo la voz de detrás de la puerta: “Es que iba muy justo de dinero esta mañana… Me he tomado la libertad de tomar prestado un dinero que tenías allí guardado… No te importa, ¿verdad??” CLARO QUE ME IMPORTA. “¡LO NECESITO! ¡YA!” Y mientras te lo devuelve con cara de póker, piensas que nunca te acostumbrarás a las ocurrencias inoportunas de esta chica.

Pero bueno, ahora que puedes respirar otra vez, pruebas volver a motivarte a la primera persona: Qué bien que tuviera guardado ese dinero allí. ¡Qué bien! Esa también es una buena costumbre. Me lo apunto también, ¡bien por mí!

Pero aun así, emprendes una vez más el camino de vuelta hasta la parada del tranvía, con tu billete de veinte, el corazón a cien, los pies ya dolidos y la frágil esperanza de poder coger al menos el tercer tranvía, sabiendo que llevas ya media hora de retraso sobre tu horario habitual.

Y llegas a la parada del tranvía. Otra vez. Pero esta vez, nada más llegar tú, el tranvía hace su entrada a la parada, a tu andén, claro está. No importa, tú podrías dar cursillos de sobra sobre cómo usar esa máquina de billetes. Lo sabes muy bien por la de turistas que ya has ayudado: Se le da primero aquí en la pan-ta-lla, se aprieta aquí en este bo-tón, luego se selecciona el tipo de título que quieres re-car-gar y luego se puede pagar o con monedas, o con tarjeta de crédito o con bi-lle-… Eso es que estará demasiado arrugado o que se ha insertado del lado equivocado, así que le vamos a dar la vuel-ta. (...) ¿Por qué no coge el billete? En principio coge de 5, de 10 y de 20… ¿Por qué no lo coge?! Vale, no se ve muy bien lo que pone en la pantalla, y no es simplemente porque estás un poco atacada sino también porque la pantalla está muy sucia, o medio apagada, o... ¡da igual! pero algo se puede leer, en un rectángulo rojo, que no estaba allí antes, que no está allí de costumbre… A ver, ¿qué pone? “Solo admite billetes de 5€ y de 10€”. ¿En se-rio?! ¡No me lo puedo creer! No me lo puedo creer, y por más veces que lo repita, ¡NO me lo puedo creer! O sea… ¿En serio?!!... De verdad…

Se pone finalmente en marcha el tranvía. Porque a todo esto, el chófer - muy majo por cierto - se había fijado en tu cara de apuros. Había observado cómo estabas lidiando con la máquina a toda velocidad y cómo se te caían los hombros de desesperación y la cara de vergüenza y el ánimo por los suelos, pero él ya no podía hacer nada por ti. En esto se te cruzó por la mente un homenaje fugaz a los choferes de tranvía majos - que los hay muchos - porque ellos lo valen, pero pronto vuelves a tu patética realidad. Mientras el tranvía coge velocidad, sientes cómo si te fueras para atrás, al día de ayer, por la noche concretamente, cuando el agotamiento del día entero te pesaba en los hombros. A estas alturas ya, intentas motivarte aunque sea a la segunda persona, tratándote de ‘tú’ pero con un tono más suave, como de madre. Venga, enderézate que podrás respirar mejor… Ánimo, que ahora tienes que ir al estanco a ver si te pueden recargar el Bonometro. Venga, respira hondo… ¡Oye! Se me está ocurriendo algo mejor: podría coger un taxi y se acabó. Sí, es una idea genial pero no ves ninguno por aquí ahora y no sabes cuánto tiempo puede tardar a estas horas con el tráfico que hay. Pero me duelen mucho los pies…Va, tira, el estanco está justo allí enfrente. Vale, pero si llega un taxi antes lo paro. No te compensa, que el próximo tranvía estará al caer y llegarás antes. Va-le.

Ya no caminas tanto como Catherine Deneuve sino más bien como un autómata, no solo porque los pies te están matando sino también porque prefieres no darle más vueltas al asunto. No pensar más, solo cruzar la ca-lle, comprar bi-lle-te, res-pi-rar, coger tran-ví-a.

Ahora por fin estás de nuevo en el andén, a la espera del tranvía, intentando hacer caso omiso del ruido agobiante del reloj. No llevo reloj, ¡es mi corazón! De acuerdo, ahora que por fin estás de nuevo en el andén, a la espera del tranvía… ¡Mira que te ha costado! ¡Una mujer tan lista y organizada como tú! Vale, déjame en paz. Esas cosas pasan y se suele decir que es Ley de Murphy. Te juro que si pudiera torcerle el cuello a ese tal Murphy... De acuerdo pues, ahora que por fin estamos de nuevo en el andén, a la espera del tranvía… Ya está bien por hoy, ¿no? Sí, ya está bien. Te sientas hasta que llegue el próximo tranvía -el cuarto o el quinto, ¿qué más da ya?- respiras hondo y le echas un vistazo rápido a tus medias, con la frágil esperanza de que acaben el día, o al menos lleguen al trabajo, en mejor estado que tus propios pies. A primera vista, parecen estar bien. Al final, no habrá sido tan mala idea comprar estas medias tan caras, resulta que aguantan y todo. ¡Qué bien! Otro tanto para mí. Te quedas absorta en esa pequeña pero gratificante contemplación, y como, tan temprano ya por la mañana, te sientes más agotada que la noche anterior, tu último recurso es aprovechar este ratito de relativa calma para intentar serenarte una vez más: “Venga, cierra los ojos, relájate y ¡pasa un buen día!” No sabías que la palabra ‘relájate’ podía tener tanto efecto (calmante, que de costumbre te pone más bien de los nervios) y no te das ni cuenta del tiempo que ha transcurrido, ni de si te has quedado dormida de verdad, pero el caso es que ya está aquí el tranvía. Y ya no hay tanta gente a esta hora, por lo que hasta puedes elegir un sitio cómodo, en el sentido de la marcha, del lado que da el sol, y apoyarte en la ventana.

Pero intenta no dormirte del todo. Menos mal que están los avisos sonoros que anuncian la siguiente parada. En esto se te cruza por la mente un homenaje fugaz a quienes tuvieron la idea de esos avisos sonoros en el tranvía - porque ellos lo valen - pero pronto vuelves a tu estado letárgico. No pensar más. Solo relajarse. Bajar del tranvía. Ir a clase. Menos mal que siempre tengo la costumbre de ir al despacho al menos media hora antes de que empiece la primera clase. Solo llegaré un poco tarde. Total, el tiempo que tarden en entrar en clase y todo. Bueno, no pensar más…Ya mandaré a uno a por las fotocopias en secretaría. ¡Cómo no las tengan hechas!... Vale, no pensar más. (...)

“Próxima parada: ¡SU PARADA SEÑORITA!” No, claro que no dice eso la grabación pero ha tenido el mismo efecto igualmente: el sacarte de golpe de ese estado inerte, sentir de nuevo tu corazón en la garganta y las sienes, pero sobre todo recordar dolorosamente que estás estrenando tacones nuevos. Te extraes penosamente del tranvía y conforme vas caminando por el andén, te entran unas ganas tremendas de reírte a carcajadas porque esto ya es ridículo. De hecho te estás preguntando cuanto tiempo puedes tardar en recorrer los 200 metros que te separan del edificio principal y luego los pasillos que lleven hasta las aulas y te prometes a ti misma que tu siguiente buena costumbre será siempre guardar unos zapatos llanos de repuesto en el despacho. Lo hace más gente, ¿por qué tú no? Una mujer tan lista como... ¡Basta! Andando, uno, dos, uno, dos, esto está marchando. Vale, no te rías ahora, porque esté no es buen sitio para tener una pequeña crisis de locura. Uno, dos, uno, dos, muy bien. Vale, ahora un pequeño homenaje a quienes inventaron los ascensores.

Ahora por fin, estás llegando al aula – ‘mira que te ha costado’ sería un eufemismo ya, así que corramos un tupido velo – pero te extraña ese gran silencio que te rodea. Ya se sabe que tanto silencio en un sitio así es más bien sospechoso. Y no es de extrañar, el aula está vacía. ¿En serio?! No me lo puedo (...) Te quedas unos segundos apoyada en el marco de la puerta, con la rutina mental (‘Respira, relájate, etc...’) bien rodada y ya en marcha por pura inercia. Y, luciendo tus nuevos andares de autómata por el pasillo, alcanzas la secretaría para averiguar qué –narices- ha pasado. La parte en la que tú llegas tarde, ya te la sabes, pero quisieras saber qué más ha pasado: “¿Cómo es que no hay nadie en el aula? ¿Es que no me han esperado? ¿Qué está pasando hoy?!” (...)

Ese momento de silencio se debe a que, tanto los compañeros de secretaría como tú, os habéis quedado atónitos, salvo que no por las mismas razones. “Pero, ¿no recuerdas que hoy venía el Rector a hablar con los muchachos?! ¡Están en la sala de conferencia principal! Acaso, ¿no recordabas que se suspendían las clases de hoy?... Oye, ¡bonitos zapatos, por cierto! ¿Son nuevos?”

Crees que llegaste a contestar algo como “Gracias, pero me están matando”. El resto está un poco borroso. Recuerdas, eso sí muy claramente, que de repente tu prioridad máxima era coger tu bolso y salir de allí. Coger el bolso y salir de aquí. Coger mi bolso y salir de aquí. En fin, lo has declinado de todas las formas posibles y aún lo estabas murmurando como un mantra cuando llegaste a la calle. A ver, no pienso caminar más. “¡TAXI!!!” Cuando llega el taxi, te entra una alegría tremenda, algo grande. Cuánto sol de repente. Te sientas en el taxi pensando “Ahora me voy a casita y me olvido del resto del mundo, ¡qué bien!” pero algo está perturbando tu sucesión de buenas ideas y planes caseros. Te percatas de que en la radio está sonando esta canción que apreciabas antaño. El ‘antaño’ es de ahora porque se trata de la famosa canción de tu amiga Alanis, titulada “Ironic”.

“Oiga, caballero, ¿le importaría apagar esa radio, por favor? o ¿cambiar de emisora?”. “¿Por qué? ¿No le gusta esta canción?” “Mire usted, simplemente haga el favor de quitarla. Ahora no puedo escuchar esta canción, y ya está...”


©Labelo Johnson / Image by eloigomez on Pixabay

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